Sin duda una de las historias más enseñadas y recordadas en los círculos cristianos de la sociedad occidental es la historia de Jacob y Esaú, estos mellizos nacidos producto de la ferviente oración del patriarca Isaac y la virtuosa Rebeca (Gn. 25:21). La Torá (los primeros 5 libros de la Biblia) relata una pugna entre estos dos personajes desde el vientre (Gn. 25:22), al punto de que el nombre Jacob, que hace referencia a la palabra hebrea “ekev”, que significa “talón”, señala el hecho de que éste nació asido al talón de su hermano Esaú, como muestra de la competencia por la primogenitura. Esta rivalidad se manifestó a lo largo de toda la vida familiar de estos protagonistas, lo que se puede ver en el hito de la venta del derecho a la primogenitura de parte de Esaú a Jacob por un plato de lentejas (Gn. 25:30), y luego, teniendo su punto más álgido, en la suplantación de la identidad de Esaú por parte de su hermano Jacob, el cual motivado por su madre Rebeca (quien mostraba predilección hacia él, Gn. 25:28) se “disfraza” de su hermano (Gn. 27:5-17) para así recibir en él (Jacob) la bendición de primogenitura (señal de prosperidad y favor divino) destinada para Esaú, cumpliendo de esta manera, “a la fuerza”, la profecía de Génesis 5:23 (el mayor servirá al menor).
Es importante detenerse en las descripciones que hace la Torá respecto de nuestros personajes principales, y cada referencia que se encuentra de ellos a lo largo del relato. Por ejemplo, de Jacob se dice en Génesis 25:17 que “era hombre íntegro que permanecía en las tiendas”, lo que ya denota una calidad moral positiva en el patriarca, a la cual los comentaristas complementan que se le atribuía por permanecer “en las tiendas” estudiando los principios morales entregados por Dios a Abraham (raíces semíticas). En cambio, de Esaú se menciona que era un hombre diestro en la caza (Gn. 25:27), que menospreció la primogenitura (Gn. 25:33) y carecía de honra y respeto por la fe de sus padres (Gn. 26:35). Este juicio moral queda aún más claro en la profecía revelada por Dios al profeta Malaquías (Mal. 1:2-3), en donde queda de manifiesto el amor de Jehová por su pueblo Israel en desmedro del desprecio que Él siente por Esaú (desprecio por el mal encarnado en Esaú).
De toda esta historia se pueden sacar profundas conclusiones acerca de cuál es la actitud que debe haber en el hombre para agradar a Dios. Obviamente la práctica de dicha actitud traerá bendición, integridad (como la de Jacob), sabiduría y cordura a la vida del hombre, ¿Cuál es esta disposición de corazón? Se puede ver en el Salmo 1, haciendo referencia al hombre que medita en la ley de Dios de día y de noche, el cual desarrolla un carácter firme para afrontar los desafíos y problemas que conlleva la existencia humana, o también se ve en el Salmo 119, en el cual se aprecia los beneficios de impregnar la palabra de Dios en las fibras más profundas del ser, beneficio originado en el carácter divino de su consejo (Sal. 119:89-96). De todo esto podemos concluir que la meditación profunda, dedicada, duradera y sostenida en la palabra de Dios, trae vida espiritual al hombre que la practique, atrayendo hacia sí integridad, bendición y favor divino, como se evidencia en la vida del patriarca Jacob, que luego Dios renombró como Israel. En contraste, la práctica del hedonismo desenfrenado, la exaltación del instinto animal y el amor a la vanidad no solo trae nefastas consecuencias en la vida natural del individuo que lo practica, sino que también actúa como agente repulsivo del favor y la bendición divina (Gal. 6:8, Prov. 5:21-23), lo cual ya se está evidenciando en consultas psicológicas y psiquiátricas, estudios sociales, y problemas socioculturales, manifestado como problemas de compulsividad y desequilibrios emocionales, entre otras problemáticas. Sepa todo lector que el mismo Dios que respaldó a Jacob (Israel) e inspiró a los salmistas, sigue manifestándose hoy por medio de su Hijo Yeshúa (Jesús), el cual se muestra como única esperanza para hacer morir el Esaú interno que ha vivido en el hombre y en la raza humana a través de los siglos, para así hacer vivir en nosotros la integridad de Jacob por medio del mismo estilo de vida que éste practicó, como dice en Juan 8:31-32 (NVI) “Jesús se dirigió entonces a los judíos que habían creído en él, y les dijo: —Si se mantienen fieles a mis enseñanzas, serán realmente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres”.